
Factoría Madre Constriktor presenta su segundo espectáculo, “Siempre me resistí a que terminara el verano”. Tras el enorme éxito en gira nacional de El Intérprete, la Factoría vira hacia el teatro con mayúsculas, sin abandonar sus señas de identidad: la música, los espacios escénicos que cuentan —y a los que uno quiere entrar y perderse— y, por encima de todo, la colaboración y la creación colectiva.
En “Siempre me resistí a que terminara el verano”, Factoría Madre Constriktor cruza el océano para encontrarse con Lautaro Perotti, que escribe y dirige esta historia de aquí y de allí, de todos. Un encuentro de antiguos amigos, una vuelta a los orígenes y a todo aquello que nos forjó una identidad. Desde lo que creemos saber de nosotros mismos, la obra propone un reencuentro fortuito con los que fuimos: un espejo que, aunque a veces duela, es la única vía para crecer y continuar el viaje. Para descubrir mejor esta función, comparto mi conversación con sus protagonistas en un encuentro inolvidable.
Entrevista a Andrés Gertrúdix, Samuel Viyuela y Santi Marín
—¿Con qué sensación o emoción describiríais esta función?
Andrés: Es una obra muy emocional. Provoca muchas sensaciones, tanto en los intérpretes como en los personajes.
Santi: Una palabra que puede definirla es humedad: está húmeda, mojada. Pero es verdad lo que dice Andrés: son emociones y sensaciones continuas.
Andrés: Es generacional y, a la vez, interpela a varias generaciones. También por los personajes de ellos, que tienen quince años menos y otros anhelos y maneras de afrontar la vida. Es un momento de vida; cuesta definirla con una sola etiqueta.
—Vamos, que es una montaña rusa de emociones…
Samuel: Os vais a reír en varios momentos.
Santi: Y a emocionaros. Es como la vida: hay momentos para todo, y a veces no sabes si reír o llorar.
—¿Cuál ha sido el momento más complejo y cuál el más especial del proceso?
Santi: Con Lautaro los procesos son muy enriquecedores: te deja probar, investigar y bucear. Tiene una mirada clara; lo que no le gusta, lo descarta. Como actor, puedes estar tranquilo y los nervios son bonitos. Al principio yo estaba grabando tele y ensayando, había estrés y cansancio, pero feliz: esta profesión es así.
Andrés: Enfrentarte a un proceso creativo es un salto al vacío. No sabes a qué te vas a enfrentar ni cómo vas a llegar; tiene algo doloroso y, a la vez, muy satisfactorio. Esa adrenalina alimenta nuestro motor como intérpretes. Si no, sería aburrido. Lautaro se ha permitido probar y que probásemos, con lo que eso implica: es más fácil elegir una dirección y “que surja la vida”. Él propone un texto, pero deja que lo vivo suceda y que aportemos; a veces da vértigo.
—¿Qué os habéis llevado de vuestros personajes? ¿Os identificáis con ellos?
Santi: Me divertía mucho. Tenía ganas de trabajar comedia porque lo último con Lautaro fue intenso. Mi personaje es más joven que yo —tengo 31 y él 26—, vive en el pueblo, con una energía distinta a la mía. Ese contraste nos interesaba a Lautaro y a mí, y empezamos a investigar.
Andrés: El mío no se parece mucho, aunque estoy cercano a su edad. No soy de hacer balances, pero a ver si cuando llegue a los 40 me salen las cuentas; a Raúl no le salen. Yo soy más de acumular, seguir y aceptar mis elecciones.
Samuel: Todos son muy humanos. Ninguno aporta “la verdad absoluta”. Es difícil no verse identificado con todos y, a la vez, no compartir su punto de vista.
—Si mañana llegarais sin recordar nada del ensayo, ¿qué otro personaje os gustaría interpretar?
Santi: Me gusta Raúl. Son personajes que, cuando los lees, te los imaginas mucho; es fácil imaginarte haciéndolos. Pero, de momento, solo me imagino al mío, y me divierte.
Samuel: A veces ves cosas en los otros… y también es con cuál te apetece jugar, más que con edades.
Andrés: Me gusta su flema, su agotamiento con la vida y lo distintos que parecen, hasta que el conflicto los mezcla. Son un bombón para un actor. Y tener a Lautaro, que además de director es actor…
—¿Qué canciones o lugares os evocan esta función?
Andrés: Hay mucha música. Yo tengo un “Caimán” en mi vida que no es un club de alterne, pero sí la Sala Maravillas, la Vía Láctea… o el garaje, o el parque con los amigos. Es la vuelta a todo.
Santi: Como cuando te juntas en el banco de un parque. Crees que no lo vas a echar de menos, pero vuelves y ves que era muy bonito: siempre haces un viaje.
Andrés: Da pena no tener un sitio al que regresar cuando tu familia es de aquí, tus abuelos dejaron el pueblo y se perdió la relación. Siempre queda ese anhelo de un lugar de confort.
Samuel: Nos queda el barrio…
—¿A qué os resistís, además de a que termine el verano?
Santi: Yo me resisto justo a eso: a que termine el verano. Esta lluvia… Siempre hay una resistencia a envejecer o a perder los veinte años floridos, pero lo bonito de esta función es que, aunque te resistas, algo avanza. Hay un punto luminoso. Puedes resistirte a muchas cosas, pero siempre se da un paso adelante; si es hacia atrás, preocupante.
Andrés: Yo nunca me resisto. Me gusta crecer y me veo mejor según cumplo años. Llevo menos gilipollez encima.
Samuel: Me gusta la experiencia y lo que va llegando. Si te quedas en algo que ya viviste con mucha intensidad… está bien, pero también lo está hacer cosas nuevas y adquirir otras. Para quien lo quiera; no hay una matemática.
Andrés: Estoy contento con lo vivido y orgulloso. No lo echo de menos.
—¿Qué deseo le pedís a la función?
Santi: Que el público sienta. Que venga mucha gente y salga “tocado”, que algo le haya movido. Ver un teatro lleno es fantástico.
Andrés: Es algo que rara vez se ve: una obra situada aquí y ahora, hablando del momento vital que vivimos, desde la mirada de un autor. La gente se va a reconocer. Invitaría a venir porque te puedes conocer mejor, abrir caminos y plantearte cosas. Los clásicos son maravillosos; yo he tenido la suerte de hacer algunos. Pero la cercanía de esta obra es tanta que la van a disfrutar mucho.
Santi: Llamo a la gente joven: que venga. Les va a gustar.
Andrés: Todo el equipo es joven, con trayectoria, pero joven. De ese impulso nace esto.
Entrevista a Pablo Rivero
—¿Qué emoción te deja esta función a día de hoy?
Disfrute. Fue un disfrute leerla, encontrarme con los compañeros, ensayar con Lautaro y, ahora que todo está en el escenario con la adrenalina, tiene todo lo que me gusta: mil momentos, mil estados fluyendo con coherencia. Es un gran viaje: como la vida, te ríes y lloras del dolor. A nivel personal y actoral, es increíble.
—Una montaña rusa para todos… y hay que ser valiente para hacer balance de toda una vida.
En los previos la gente se ríe mucho y se emociona, porque habla de cosas universales. Te encuentras las conversaciones con tus amigos de siempre; cuando alguien cambia; cuando te venden una moto; cuando te proyectas y sientes que “tienes que” contar lo que haces o tú mismo te juzgas sin necesidad; y cuando hay quien no lo hace y es más feliz con menos. Es un retrato de la sociedad.
—Seguro que terminamos identificándonos…
Con todos. Lo bueno es que no hay malos o buenos, ni triunfadores o perdedores. Todos tienen “montañitas”.
—¿Te sientes identificado con tu personaje?
Sí. Es diferente a mí y, para entenderlo, quizá sea el menos “agradecido”. No es el malo, pero tiene más corazas, una idea del éxito y del triunfo que arrastra hacia lo material y lo aparente. Como actor, busco nexos de unión: soy exigente, serio y responsable —o lo intento—, pero también tengo una parte gansa y payasa que no suelo mostrar, y aquí hemos encontrado la manera de que aflore sin “hacer la gracia”. El personaje ha cogido muchos colores y no resulta desagradable: hace hasta gracia, dentro de la tirria que puede dar.
—Si mañana llegas “en blanco”, ¿qué otro personaje escogerías?
El de Estefanía es un gran personaje —aunque no podría hacerlo—. Me gustan todos, porque son muy buenos y distintos. Hay momentos grupales estupendos. Está tan fluido que el público no sentirá que “actuamos”: somos un grupo de amigos, y eso es un mérito. Todo fluye y no hay personajes “marcados”: son personas reales en distintos ámbitos.
—La función tiene su propia banda sonora, pero ¿qué otras canciones te recuerdan a ella?
A veces trabajo con música para los estados de ánimo, pero aquí el personaje, aunque diferente a mí, lo entendí muy bien, con sus carencias. Es un tipo que no fluye, se pone a la defensiva, se juzga… No quise remarcarlo para evitar estereotipos. Me gusta acercarlo a mí sin miedo a que parezca “yo”, porque somos distintos. Me pilló grabando serie y trabajando mucho, casi sin descanso; todos mis descansos han sido textos. La música de Asier, cuando la escuchamos, nos dio mucha energía y ese motor de compañía. Luego, en escena, todo cobra otra dimensión: hay realismo, pero también un cuento, el verano, lo onírico y lo temporal.
—¿A qué no te resistes que termine?
A la ilusión por el trabajo que tengo ahora. A tener cerca a mi familia. No me siento adolescente, pero sí con la sensación de que aún estamos juntos: familia, pareja, amigos, y el motor del trabajo. Ojalá siga así mucho tiempo.
—¿Qué deseo tienes para la función y para el público?
Disfrutar. Quitarme exigencias, comunicarme con mis compañeros y confiar en el trabajo con Lautaro, que ha sido minucioso, generoso y honesto. Ojalá crezcamos y lo disfrutemos, “olvidando” la partitura pero siguiéndola internamente, como a él le gusta. Intento ser respetuoso con el director: somos instrumentos para lo que quiere contar, y él nos lo hace sentir como propio. Me gustaría terminar y que me dijera que sigue siendo lo que era, que hemos crecido y contado la misma historia. Y que venga la gente: el objetivo es llenar el teatro, que salgan con buen sabor de boca y con ganas de volver.
Entrevista a Asier Etxeandía
—¿Qué fue lo que más te emocionó o te conquistó de esta función?
Mi búsqueda es la verdad y la honestidad: entender por qué hacemos las cosas, empatizar y conocernos, valorar lo que tenemos alrededor, querer a quien lo merece… en resumen, no convertirse en un gilipollas. El teatro tiene la gran labor de educar, y esta obra te ayuda a saber quién eres de forma honesta: no tus aspiraciones, sino colocar el corazón en un lugar sano, de entendimiento e inteligencia emocional. Me enamoré del personaje de Isabel y de lo que representa.
Estoy muy enamorado del mundo de la mujer —por eso se llama Factoría Madre Constriktor—. Creo que, si existe un Dios, es mujer. París, tenéis inteligencia emocional, ese caos interno que a veces a los hombres nos cuesta y que, sin embargo, nos hace crecer. Tenéis la llave de todo. Isabel tiene la llave de lo que les pasa al personaje de Andrés Gertrúdix y a los demás. Todo sin necesidad de dar lecciones.
—Es duro revisar la vida, volver atrás y aceptarla.
Sí, pero no se basa en un solo personaje: es coral. Todos están en búsqueda, intentando entenderse.
—¿Ha sido difícil estar “al otro lado”?
Sí, y un poco estresante. Quería liberarme de la visibilidad: El Intérprete fue una exposición bestia y un sueño cumplido. Quería descansar y aportar desde el teatro. Para eso creé Factoría Madre Constriktor: para dar salida a proyectos no necesariamente míos y a textos que me encantan. El rol de productor no me atraía y me he dado cuenta de que no tengo “madera”, pero confío totalmente en Lautaro. Es raro no estar actuando o dirigiendo, pero quería contar esta historia de alguna manera y estar ahí. Compuse la música desde lo que me evocaba: la nostalgia y la felicidad del encuentro. Trabajar con Enrico es impresionante; sus arreglos, la magia de Lautaro… Lo convierten en realidad tal y como lo soñé.
—¿Qué personaje te habría gustado interpretar?
Muchos. Me gustan los de Andrés y el de Isabel —da igual que sea mujer—, por lo que cuentan. El de Unax es para comérselo por su belleza y bondad; el de Pablo es como nos sentimos al mirar atrás y ver lo que dejamos. Yo ya pasé por eso, y me siento identificado. Todos forman una misma persona.
—¿Qué teatro te seduce como espectador?
El que se juega la vida en ello: en la interpretación o en la creación. Que tenga una dirección clara y te sacuda de la butaca. Necesito implicación espiritual y trascendental. Para contar, hay que vivirlo: que sea un ritual que ocurre ahora. Cuando cobra esa dimensión, entiendo el valor del teatro para la sociedad.
—Entregar el alma sin miedo…
La principal tarea del actor es entregar el alma, más que tener talento.
—¿Te ha hecho balancear tu vida esta obra?
Todo rima. Cuando cumples 40 —sigues siendo joven— pasa algo, sobre todo a los hombres. Miras atrás y adelante; estás a mitad de camino, cambian la energía, el conocimiento y las aspiraciones. No eres el que soñaba aquello; cambian los objetivos. Entender esta obra me ayuda a entenderme; por eso la producimos.
—Con Factoría habéis creado magia… esto sigue.
Claro. Tenemos muchos proyectos. He rechazado cosas preciosas —con dolores de cabeza y lloros— porque tengo proyectos propios que deseo hacer. Este año vienen muchas cosas.
—¿Cuál ha sido la banda sonora de tu vida?
Está en El Intérprete, aunque soy ecléctico. Ahora mismo es la música que hacemos: canciones que tengo desde hace años y reviso con Enrico y Guillermo González. Quiero que la banda sonora de mi vida sean esas canciones que aún no terminé porque no era el momento ni tenía la madurez de ahora.
—Debe de ser especial “terminar a esas hijas”. En El Intérprete te conocemos mucho.
Al menos mis referentes. Necesito descansar: me dejó baldado emocional y físicamente. Era duro y balsámico. Lo que ocurría con el público da sentido a mi vida, pero hasta lo bueno agota. El Intérprete debe descansar; si vuelve, que sea renovado, quizá con nuestra propia música, para dar subidón y recordar quiénes somos, tal vez con otro argumento.
—En la obra se resisten a que termine el verano; ¿a qué te resistes tú?
A que termine la juventud. Lo llevo regular. No crecer, que es maravilloso, sino perder a ese niño que necesito. Me resisto a ciertas realidades: desgracias, egoísmo, falta de empatía… Todo eso me coloca en un lugar de vejez que me preocupa. Quiero mantener al eterno adolescente vibrando dentro. El verano es ser adolescente.
Esther Soledad Esteban Castillo, Madrid



