ENTREVISTA A MONA MARTÍNEZ
Una mezcla de inteligencia y sabiduría artística toma forma en Mona Martínez.
Mona Martínez se encuentra actualmente reinventando el clásico Don Juan Tenorio junto a Arturo Fernández y otros compañeros, bajo la dirección de Albert Boadella, en los Teatros del Canal de Madrid, con una larga gira cada vez más cercana.
Hace poco nos reunimos con ella para hablar de esta obra y repasar su trayectoria. Nos encontramos con una actriz cercana, humilde y muy trabajadora; una persona llena de carisma y con un entrañable sentido del humor.
Si seguís adelante, os introduciréis en su mundo teatral y personal…
-Lo primero, felicitarte por esta gran obra. ¿Cómo estás viviendo este momento?
Lo primero, sorprendida, porque ciertamente el teatro se está llenando. En la Sala Roja hay mil localidades y, en principio, pensábamos que se llenaría una parte por público de Arturo Fernández y otra por Boadella, pero prácticamente todos los seguidores son de Arturo Fernández.
Hubo un coloquio con el público después de la función y, ciertamente, le adoran; sienten pasión por él. También sorprendía lo que significaba el proyecto —una mezcla muy interesante, Boadella con Fernández— y está siendo una grata sorpresa. Los fines de semana está completamente lleno y, a diario, las partes de arriba a lo mejor se quedan un poco más vacías, pero las plateas, llenas.
-Y tiene además mucho mérito siendo una sala tan gigante…
Efectivamente; luego está la Verde, pero la Roja tiene cabida para mil personas. Además, ahora están organizando la gira y está muy solicitada: la piden muchas ciudades de España. En principio hay hasta el 15 de agosto y luego ya se verá, a ver cómo está la situación, el proyecto…
-¿Y cómo fue tu llegada a este proyecto?
Por esas casualidades maravillosas que se encadenan. Hace mucho tiempo hice una obra de teatro en el CDN que se llamaba Mi alma en otra parte, cuyo autor es José Manuel Mora, un escritor moderno y maravilloso. Llegué ahí y en esa función me conoció José Luis Arellano, que me contrató para Ay, Carmela. Fui a Washington y la vestuarista Rosa Andújar me recomendó a Marina Bollaín para otra prueba; no me seleccionó, pero la ayudante de dirección, Martina Cabana —ayudante de Joglars de Boadella—, se acordó de mí, me buscó por cielo y tierra porque no me localizaba y, al final, me llamaron para hacer las dos pruebas que había que hacer para esta obra y me seleccionaron para el proyecto.
-Vamos, que viene de largo…
Todo se encadena absolutamente.
-¿Y qué fue lo que más te atrajo del proyecto?
Albert Boadella. El nombre de Boadella hacía que dejases de cuestionarte cualquier problema que pudieses tener alrededor, de cualquier índole. Y, segundo, Arturo Fernández con él: era muy interesante. Albert por su trayectoria teatral como director, que siempre me ha fascinado; y Arturo Fernández por lo mismo: su trayectoria y tanta experiencia detrás de él.
-De los más grandes…
Sí, y ahí lo tenemos, llenando teatros. El primer día que coincidimos en ensayo —porque ensayamos uno antes con Albert—, cuando llegó Arturo y se quitó la chaqueta y se puso encima del escenario, fue estar contemplando un mundo teatral desconocido que no se ve, mágico e hipnotizador. Es algo que te sustrae en tres segundos.
-Además, con los años que tiene…
Sí, y su público le sigue haga lo que haga: sus comedias habituales o una dirigida por Albert Boadella en la que se ha dejado conducir con toda su experiencia y se arriesga a que alguien le dirija, que es algo con una valentía y un arrojo impresionantes. Para mí es admirable.
-Tiene que imponer mucho su presencia…
Exactamente; el primer día te impone muchísimo y tienes que saber conducir ese respeto. Evidentemente, no te puede vencer, y al final te hace muy fácil el trabajo. Él tiene tan claro lo que tiene que hacer en escena que tú solo tienes que dejarte llevar.
-Te conduce…
Absolutamente. Desde el primer momento, desde que dice la primera frase entre cajas para salir, sabes que es algo mágico.
-Además de que cada día es diferente la función a la vez que estáis reinventando un clásico.
Sí, siguiendo las directrices de Boadella: un clásico desmenuzado de forma muy concreta, respetando las partes que consideramos más hermosas y conocidas del Tenorio.
-Y también de las más clásicas e importantes…
Dicen que todos los años se representa y que la gente se lo sabe y recita las partes más conocidas junto a los actores, y me hubiese fascinado verlo. Se ha rescatado todo lo que es más conocido para el público.
-¿Alguna anécdota relevante con el público?
Una maravillosa: hay una parte en la que Angélica empieza a decirles a los actores en la escena que eso que quieren hacer honorable está totalmente pasado de moda, y les pregunta en qué mundo viven y que hoy no puede ser real porque mitifican la virginidad, ya que hoy en día no tiene el valor que tenía entonces; les dice que, cuando tengan al público, pregunten si queda alguna virgen entre los presentes.
Entonces, en la siguiente frase, ya veréis el silencio. Y el otro día, cuando hice la pregunta al público, se escuchó un “sí” en la sala; hubo una carcajada general y yo tenía la orden de no poder reírme, pero no pude aguantarme, ni los compañeros. Fue muy divertida y muy bonita.
-Y esas fantásticas salidas improvisadas…
Arturo, como tiene tanta maestría, sí que improvisa algunas cosas en escena, pero con mucho respeto para los compañeros. Sabe dónde puede y dónde agregar una frase de más. Siempre te hace estar muy vivo en escena y permanentemente creando.
-¿Y qué esconde tu personaje, qué ha sido lo más complejo?
En realidad no ha habido ninguna complicación, porque lo más bonito del proceso ha sido dejarte llevar por Boadella, que tenía muy claro cómo hacerlo y dirigirlo; es una persona muy ordenada en su proceso de trabajo, muy exigente, y a la par muy exigente en la parte divertida. Te exige las mismas dosis de diversión que de formalidad. Se va haciendo poco a poco y no te das cuenta de cómo se modifica todo el proceso y acompaña a todos a la vez. Es muy lento a la vez que rápido, sin tener una percepción clara de hacia dónde va. Al final empiezas a estar muy cómoda en lo que te marca y estoy de acuerdo.
Lo hace todo fácil y evita muchas preguntas incorrectas que nos solemos hacer en el proceso de trabajo, porque siempre entra la duda de si estará bien o mal, si se necesita eso… No te evita las preguntas para construir correctamente, pero sí las superfluas.
-Imagino que tendrías mil preguntas y también con el guion…
Con el guion sí que te planteas: es una ideología muy compleja y que, en principio, no te puedes identificar ni no hacerlo; tienes que apoyarla y entender lo que haces mientras cuentas esa parte del mundo, porque también existe. Recuerdo que en un ensayo me dijo que tenían que querer matarme en el público: ese rol estaba muy determinado y tiene que ir a la par con un discurso en el que se demuestra que hoy en día no tiene validez como se montaba antiguamente.
Yo eso lo comparto con ella. El Tenorio es maravilloso, pero la sociedad ha cambiado mucho en ese sentido. Quizá en lo que más comulga ideológicamente es en la forma de hacerlo, que es bastante arrebatada y extremada, y cuando uno se extrema y comete pecado al irse a la pasión, al final no incide tan profundamente en el resto y no consigue hacerse entender ni que se lleve a cabo su proyecto. Y aparece Fernando (la figura de Arturo Fernández), a quien contrata como contraste de la sociedad actual, y él, con sus formas y maneras, consigue llevarse al resto de los actores a esa forma antigua de trabajar el verso, y es interesante.
Creo en la teoría de Angélica, pero su forma peca de pasional, aunque se puede hacer una revisión maravillosa actualmente.
-Y lo hacéis actualmente…
Pero gana el mundo decadente y pasado de moda, que tiene su belleza.
-¿Y tiene muchas cosas en común contigo que le hayas añadido?
Siempre le añades… Bueno, más que añadir, partes de ello. Yo he trabajado mucho con el maestro Fernando Piernas y siempre hemos trabajado en actores; te enseña esa parte de trabajar en la que, por intuición, recurres a tu experiencia, pero técnicamente también se puede hacer: no para contarte a ti, sino para identificar el proceso o, a lo mejor, el de alguien cercano a ti; tienes referencias de vida hechas carne, hechas verbo.
Entonces, al final, tienes que trabajar mínimamente para entender a Angélica y tienes que recurrir a tu experiencia o a la de personas cercanas. Siempre recuerdo que incluso los actores mayores tienen sus secretos: no te dicen que recurren a sus cosas personales. Es como empezar a trabajar la empatía y entender la cabeza de tu personaje para comunicar lo que necesita; a veces se consigue y otras no, y ese es el proceso grato.
Eso es lo que más engancha de esta profesión. Esto es como la esgrima, y yo tenía un maestro que decía que, cuando dos espadas suenan y una está en tu mano, estás enganchada de por vida y necesitas ese sonido entre las espadas; en el teatro sucede lo mismo.
-¿Prefieres entonces los personajes más cercanos o más opuestos a ti?
El anterior que hacía era un gran reto, en la función de Montenegro dirigida por Ernesto Caballero. Era un personaje centenario, pero él apostó por una actriz que no tuviese esa edad y que no hiciese de viejita, sino que fuese una transmisora de esa historia y de ese diseño que Valle-Inclán había creado en Las comedias bárbaras, que era lo que hacíamos. Era la criada de Montenegro, una pieza importante en el sistema, y contaba una parte que se va y una sociedad que entra: una que se desmorona de una parte antigua y otra que entra. Yo contaba la parte que se va —lo que hace Arturo en esta función—, pero mi edad no era la del personaje.
Fue laborioso pero grato: tenías que proponerte con mucha nitidez cada día lo que ibas a contar para, al final, afinar y acercarte a contar la historia tal como se necesitaba y la quería Caballero. Al final se consiguió: no al principio ni en los ensayos; se iba concretando y terminé hablando alto, claro, de forma rotunda y ejerciendo su poder en la casa. Montenegro era la voz de su conciencia.
-Debió de ser muy bonito ir añadiendo cosas al personaje…
Muy bonito. Más que añadir, el proceso fue quitar, reduciendo y yendo a lo esencial hasta que el personaje brillase de la forma más sencilla. Era muy bonito e interesante; el trabajo fue de todos, así.
-Totalmente una obra de las que te marcan, ¿no?
Sí, las cuatro últimas que vengo haciendo han sido así. También he estado en Yerma de Miguel Narros, que fue de los dos últimos montajes que él hizo, y para mí fue lo mejor: el poder decir todo eso era un lujo. Hacer de “la loca”, el opuesto a todo lo que quería Yerma —porque esta quería divertirse y vivir la vida, pero la habían obligado a casarse y vivía al margen de la obsesión por tener hijos—, fue un bellísimo montaje. Le adoro y le amo profundamente; le echo mucho de menos: sus silencios, su presencia y su forma tan genial de dirigir, porque realmente era un genio. Con él disfruté muchísimo; fue maravilloso.
El siguiente fue La dama duende; sigue en gira, pero Celestino Aranda, el productor —tenemos una relación muy cercana—, entendió que tenía que probar otras obras, aunque quiere que vuelva pronto con él. Por eso me fui a Montenegro y a Boadella. Si se puede, haré gira con él. Y, por supuesto, Ay, Carmela, que fue un brillante muy bien pulido: el texto es perfecto, relojería pura; una oportunidad de oro para hablar de la memoria histórica, un tema muy especial para mí, ya que mi padre fue combatiente en La Quinta del Biberón en la guerra civil española… Era un tema que me apasionaba mucho. Trabajé con José Luis Arellano, un director novel maravilloso que está haciendo un trabajo excelente con una compañía joven en Parla, y trabajamos en Washington.
El verdadero placer fue hacer Ay, Carmela, todo un lujo —ya me lo dijo Verónica Forqué cuando la conocí—. Me dijo que habíamos tenido mucha suerte de representarlo, y es verdad que era una belleza, pero lo más emotivo fue hacerlo en Washington. Venían muchos hijos de emigrantes, de exiliados, mucha gente sin referencias de España que necesitaba conocer directamente algo de sus raíces. Y, sobre todo, cuando venían brigadistas de la Brigada Internacional, era estremecedor. Decir “España” al final de la función, en un país extranjero donde la soledad se hace bastante notar, era muy emotivo.
-Guardarás mil recuerdos…
Claro, imagínate. Es verdad que tuvimos nominaciones y un premio, pero fue muy especial llevar una parte de la historia de España a un país que no podemos olvidar que siempre está en guerra, y hablar a estudiantes… Hablarles a todos era bastante grato y una experiencia que te deja muy marcada y que me encantaría repetir.
-Vamos, que no podía haber un lugar más perfecto…
Era Washington, ese teatro y la gente que venía a ver esa función, evidentemente, porque realmente tenía un sentido muy profundo hacerla para ese público. Era lo que realmente debería producirse siempre: una comunión y un encuentro con un motivo que une y que se produce por un entendimiento y entrega por ambas partes.
-Y eso que lograr la comunión es francamente difícil…
Sí. Lo que me ha gustado mucho de Albert Boadella es que es un gran conocedor del público. Ha tenido etapas de trabajo en las que le interesaba el público para fastidiarle o meterse con ellos y también cuando ha contado una historia de otra manera. Es un experto en hacer sus obras en función del espectador y te da una dimensión auténtica. El teatro tiene que ser eso: emisión constante y comunión por parte del público.
-Pero ya con tantos proyectos habrás vivido mil situaciones…
Sí, aunque me gustaría haber vivido más, porque empecé en esto en el 2000 por Padre coraje, como siempre, a través de un amigo que me dijo que fuese a hacer una prueba. Llegué sin currículum ni fotos, pero me hicieron una con una Polaroid y Benito Zambrano quiso verme. Tuvimos un encuentro muy grato ese día y me cogió para la película, y luego hicimos amistad por el tema de la guerra —precisamente porque se interesó mucho por el tema de mi padre, que fue de la última quinta que fue a la guerra, con 17 años—; se interesó mucho y terminamos haciendo amistad.
Funciones: trabajé con Réplica —me divertía mucho— en una Alicia en el país de las maravillas con ropa de Ágatha Ruiz de la Prada. A mí me encanta: lo pasaba muy bien y las giras me entusiasman. Tener una maleta y un hotel, llegar al teatro y respirar el olor de la madera, el escenario y el sonido del público… Es el mundo en el que me gusta vivir.
-¿Algún escenario pendiente en el que trabajar?
Tengo uno preferido, que es el Principal de Zamora —lo lleva Daniel Pérez, con quien también tengo relación y amistad—. El Corral de Comedias también me gustaría. Pendiente… He tenido mucha suerte, porque conozco prácticamente casi todos los escenarios de España. Por ejemplo, al que vamos ahora, el Olimpia de Valencia, no lo conozco; y Barcelona tampoco la he probado, pero se supone que vamos —si todo va bien— en octubre con Montenegro. Lo conozco desde el patio de butacas, pero no lo he pisado. Conozco el Campoamor de Oviedo. Con Miguel Narros se hace gira por los teatros más importantes.
-¿Alguna obra especial que tengas en el recuerdo?
Las que empecé a ver en Málaga cuando tenía catorce años y se reinauguró el Teatro Cervantes, y empecé a ir al teatro. Me compraba las entradas del gallinero, que costaban 200 pesetas, y los acomodadores me querían mucho y me guardaban los pósteres de las funciones que me gustaban y me bajaban al patio de butacas o a un palco.
Prácticamente todas las que veía me impactaron mucho, pero lo curioso era que, sobre todo, lo hacían las de Manuela Vargas, porque en esa época yo bailaba flamenco y hacía una función llamada Fedra muy moderna, que tenía hasta una moto en escena. Supe que quería ser como ella: hacer teatro y bailar flamenco. Ese fue el primer pistoletazo para decidir irme a Madrid.
Con el tiempo, sentada con Narros en Sevilla hablando de Fedra, descubrí que era una función suya y recordé que todas sus obras me habían impactado mucho y las recuerdo perfectamente. Recuerdo muy bien a José María Rodero, cuando mis hermanas me llevaban a ver teatro clásico todos los veranos; en el colegio también… Todas las del Cervantes las recuerdo con mucho cariño, pero una que me impactara y no pueda olvidar fue cuando vino la Royal, que trajo un repertorio del Siglo de Oro español —Lope de Vega, Cervantes, Calderón de la Barca…—. Vi esas tres y me impactaron muchísimo, sobre todo porque salía con una energía y una euforia que reconocí como algo que me gustaría siempre producir en el público cuando estás arriba y te dura, porque va más allá de lo visual: al corazón, al cuerpo, al espíritu y al ser, como algo sensitivo que puedes recordar con la misma emoción.
-¿Tienes algún momento especial en esta función?
Uno en el que tengo la primera discusión con Arturo y me planteo por qué me molesta la belleza y por qué me visto así; y otro, cuando él termina, a través de los versos de Zorrilla, seduciéndome de alguna manera y replanteándome cómo llevar la función hacia adelante; o cuando me susurra al oído el famoso tresillo de Don Juan y produce algo en el corazón de Angélica, y se plantea si hay que rescatarlo porque llega al corazón de la gente.
-¿Hay algún elemento que hayas sentido más especial para rescatarlo por siempre?
No me lo he planteado aún. Estos días lo haré cuando esté trabajando, pero siempre te llevas de lo que haces algo a la siguiente, porque has aprendido algo nuevo. Con Boadella y Fernández se aprende muchísimo, pero de todas las funciones aprendes algo nuevo.
En la anterior, Ramón Barea —que era mi partenaire— fue Premio Nacional; siempre te llevas cosas de los compañeros que colaboran con el teatro e intentas incorporarlas a tu forma de trabajar.
-Seguramente me lo puedas decir cuando acabe la gira…
Seguramente. Cada montaje es un mundo y, cuando termina, pongo todo en una cajita y lo dejo encima del armario. Nunca tiro los guiones; guardo algo de prensa, recuerdos concretos… Te llevas siempre algo.
-¿Algún reto interpretativo pendiente?
Me encantaría —y tendré que hacerlo, aunque sea en el salón de casa— trabajar con el personaje de Medea. Medea, como tal, me llama por todos los sitios.
-¿Entonces te atrae el teatro clásico y todo su mundo?
Me apasiona. El texto en verso y el Barroco español me impresionan.
-Y eso que el verso es una dificultad añadida…
Pero tuve un buen maestro, José Luis Saiz, que te hacía amar también el teatro clásico y me apasiona. El griego, además, nunca lo he hecho y me apasionaría.
-Como, por ejemplo, el Festival de Mérida…
Imagínate. Me he criado en un pueblo de Cáceres y vivo allí normalmente. Mérida para mí es… Ese sería el teatro que se resiste también. Dicen que, si no estás a su altura, te come en tres segundos; que la piedra te absorbe si no estás a la altura.
-Un teatro impresionante a la par que inquietante…
Sí. He visto conciertos de corales, teatro y cosas muy bonitas, pero nunca he trabajado encima.
-¿Sueños para 2014?
Salud y trabajo para muchos compañeros que están parados: actores muy buenos, con peligro de caer en el desánimo, que es lo que más me inquieta. Hay gente muy buena y no porque sea efectista: es gente que ama de verdad esta profesión y que, sin esto, se muere; es una vocación. La gente que tiene esta vocación y está parada —aunque esté haciendo cosas—, pero sin el reconocimiento externo, empieza a desanimarse, y me inquieta. Hay compañías que están haciendo esfuerzos tremendos, con once actores, y que no se quieren bajar del burro con un texto que no le interesa a todo el mundo, y apuestan por el teatro como lo entienden y lo desean transmitir; entonces, siguen apostando y perdiendo dinero.
-Y es algo admirable de verdad en estos tiempos…
Admirable por todos los sitios, y que se produzca de verdad. Los actores pueden hacer un esfuerzo por trabajar en otras condiciones, pero que no se aprovechen de la situación las empresas, devaluando el trabajo del actor, que es imprescindible. Boadella dice que sin los actores no hay teatro, y es verdad: el teatro puede existir sin un técnico, un director, un vestuarista, un iluminador…, pero sin el actor no puede existir. Es la esencia de las artes: es así y tiene que ser así. Hay que rescatar el valor del arte, apoyarlo y protegerlo.
-Tengamos esperanza para que cambie todo…
Sí, o que se invente alguna forma nueva, aunque en este arte está inventado todo desde los griegos —o incluso más atrás—. Que se valore y que los actores no pierdan la ilusión por mantener este oficio, que no te deja vivir si no es con él.
-Recomendaciones:
Libro: Galileo Galilei, de Bertolt Brecht.
Canción: “Réquiem”, de Estrella Morente con Michael Nyman, en homenaje a su padre, con un texto de San Juan de la Cruz.
Obra de teatro: El chico de la última fila, de Víctor Velasco, ayudante de dirección de Ernesto Caballero en Montenegro.
Películas: Cyrano de Bergerac, Cinema Paradiso.
Esther Soledad Esteban Castillo, Madrid

